Bienvenido a mi interpretación del mundo


Ilustración original, VeryVero, usando Dalle

Sempiterno

Sempiterno el día en que nos conocimos, no fue eterno, pero modificó definitivamente el orden de las cosas. Hay eventos que inician e incluso cuando acaban no tienen final, su eco perdura para siempre. 

Era el nueve de junio, yo estaba en el aeropuerto internacional Benito Juárez, terminal dos, Ciudad de México. La tarde lluviosa y la presión atmosférica oprimían los ánimos. Con quince horas de escala por delante, el tiempo se me hacía interminable. Ya había leído, recorrido la modesta terminal y tomado un café para apaciguar el animo. Finalmente, después de deambular por cuarenta minutos, terminé por instalarme en una sala de espera vacía, que ni siquiera era la mía.

Los demás transeúntes, que como yo se enfrentan al paso inútil del tiempo muerto, suelen tomar dos tipos de actitudes. Unos se encierran como orugas en capullo antes de volar, literalmente. No hablan con nadie, no miran a nadie. Tengo la teoría que las películas de drogas y arrestos inculpados en aeropuertos calaron en su inconsciente profundamente y de ahí su renuencia a socializar con otro ser humano. Otros hablan hasta por los codos con cualquier desventurado que se les cruce en el camino. Todos hemos tenido algún compañero de avión que se la pasa parloteando todo el vuelo y, a treinta y dos mil pies de altura, no hay ni como zafarse de escuchar la diatriba, al menos no sin parecer grosero. 

Pero éste no fue el caso. Instalándome en la sala de espera vacía nos vimos. No, instalándome en la sala de espera casi vacía nos vimos. Nos miramos inesperadamente y por un largo tiempo, para ser dos extraños que se observan directamente y desde lejos. Nuestras miradas desnudas eran atrevidas, no tenían pena de revelar nada de nosotros mismos al otro. Eran como un acto de rebelión contra todos los constructos sociales que decían que estaba mal mirar a un extraño tan prolongada y contundentemente.

Ese momento pudo haber perdurado eternamente pero el timbre del teléfono sonó y lo despedazó. Se paró, contestó, comenzó a hablar y se alejó de mí. Si los teléfonos de hoy en día son inteligentes, mi intelecto sigue sin comprender por que el suyo no silenció esa llamada. 

Yo me quedé en trance, como palpando todavía lo que esa mirada tan honesta me había provocado. Creo fielmente que cada vez nos alienamos más los unos de los otros. Es más difícil hacer nuevas relaciones, como si tuviera que seguir una lógica perfecta más allá del de tener empatía con alguien, y por eso dudé.

Saliendo del pasme en que me encontraba, me levante ágilmente y seguí con mis ojos a aquellos en que me había reconocido. Esperé al acecho hasta que colgó su teléfono y en un impulso que tomó cada céntimo de valentía que tenía, toqué su hombro por detrás.

Te vi – le dije con una voz suave que renuentemente salió de mi garganta.

Nos vimos – respondió, para mi sorpresa, y con una sonrisa resplandeciente.

Ilustración original, VeryVero, usando Dalle

De ahí todo fluyó muy fácilmente. Fuimos a un café, nos sentamos y hablamos de cosas insustanciales. Antes que nada, éramos dos extraños con destinos distintos, por mas que a mi me hubiera gustado que fuera diferente. Uno volaba a Singapur, otro iba a Argentina. 

Pensé en tomar su vuelo e irnos juntos. Pensé en alterar para siempre mi destino. ¿Qué más daba? Si al fin de al cabo la vida es un ratico y poco control tenemos sobre el timón, ¿por qué entonces no dejarlo a la deriva definitivamente, pero eso sí, dándole un último impulso antes de soltarlo?

Pensé que quizás tomar ese vuelo que no era el mío me ponía en un accidente aéreo. Que se caía la aeronave y terminábamos viviendo en una isla desierta, lejos de todos, creando una sociedad distinta y desde cero, donde nosotros seríamos la familia fundadora.

Este encuentro no tiene que ser aleatorio – le dije vehementemente, defendiendo mi fantasía – ¿y si nos vamos juntos? 

¿Y si tomamos otro vuelo que no es el de ninguno de los dos? – me respondió siguiéndome la corriente.

Pensé que podíamos ser sempiternos, pero vi la sobra de un anillo de bodas en su dedo. Entonces entendí cuan fantasiosa era mi historia y que en la realidad no era más que un conjunto de ¿y si? Ya había otro amor y otros ojos o quizás muchos y ninguno eterno porque de ser así no estaríamos sentados hablando de unir nuestros destinos.

Y si las cosas fueran diferentes, me hubiera encantado ser sempiterna contigo – le dije – Pero no lo son.

Ilustración original, VeryVero, usando Dalle

Me levanté y le di un beso nostálgico en la mejilla y un abrazo que le decía adiós como si llevara viendo sus ojos desde que abrí los míos por primera vez.

Sempiterno el día en que nos conocimos. No fue eterno, fue fugaz; pero modificó definitivamente el orden de las cosas. Hay eventos que inician e incluso cuando acaban no tienen final, su eco perdura para siempre.

Para siempre. Supe que no somos sempiternos sino para nosotros mismos que es con quien iniciamos al nacer y siempre permanecemos hasta el día de nuestra muerte.

Nunca más volví a enamorarme ni a buscar más miradas extrañas en ningún aeropuerto. Cada vez que volé recordé esa utopía que a pesar de mi desdicha, siempre permaneció sempiterna. 

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Very Vero

Portafolio digital, arte y filosofía, Veronica Yepes Moreno.

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