
La Camisa de Cuadros
Había un niño, una vez en algún tiempo y lugar, que tenía un padre. Es normal que una persona tenga un padre; ese es uno de los requisitos necesarios para nacer, pero ese es tema para otro cuento, así que no perdamos el foco.
Había una vez un niño, que como ya habíamos establecido, tenía un padre. No era como cualquiera, el suyo tenía y siempre usaba, una camisa de cuadros que lo acompañó la mayor parte de su existencia, o al menos así lo hizo en la mente del niño, quién hasta su último éxodo, al recordar a su padre, lo veía con aquella, la tan singular camisa de cuadros.
Su camisa contenía todos los cuadros habidos y por haber, pintados y por pintar, vistos y por ver. De forma inverosímil la elección artística del momento se asemejaba al humor del padre, por lo que si aprendías a leerlo, siempre podías saber si era un buen tiempo para pedir un chocolate o mejor guardar silencio. Ya fuera una placentera tarde en la Riviera francesa durante un día de campo plasmado por Monet, o el tórrido existir del desamor de un Van Gogh y siempre podías ver a la Mona Lisa, invitada permanente, y a una réplica de La Última Cena.

Ah, pero esta no era una réplica cualquiera. Tenía la singularidad de que Judas siempre salía muy guapo. Tal vez se debiera a los efectos del vino consumido esa última noche; o a la emoción del momento, ese ansía de una traición por ser descubierta. Quizás incluso haya sido el mismo Judas quien encomendó el cuadro a un pintor de su elección para que así lo retratara por el resto de los tiempos, como un Adonis perfecto, cuya belleza inexplicable impediría que quién lo contemplara recordara su terrible pecado. Tal vez pensara que así su honor evitaría todo reproche y su hermosura ocultaría su enrome culpa para siempre. En cualquier caso, al menos por el resto de la historia, en la camisa de cuadros del padre del niño que era su hijo, la gente lo recordaría como un tipo muy bien parecido.
El niño creció enamorado del arte y de la volatilidad de la naturaleza humana, la cual, con algo tan innato como el cambiante estado de ánimo, podía completamente transformarlo en algo hermosamente melancólico. Para sus 10 años, el niño era un experto. Sabía sobre la pasión de un Kandinsky o el revolucionario trascender de Picasso. Pero sin importar cuantos cuadros viera, cuantas emociones sintiera, y que tantos lugares visitara en la siempre usada camisa de cuadros del padre; sus favoritos siempre eran los paisajes, donde pasaba horas jugando entre los campos de flores y se sentaba a analizar los atardeceres de tonos naranjas.

También aprendió a interpretar los arreboles y a entender que el sol pintaba mensajes secretos en las nubes. Un ocaso naranja no auguraba las mismas cosas que uno purpura.
Eso era obvio para cualquiera que verdaderamente se detuviera a observarlos, y el niño siempre lo hacía. Después de todo, en la vida hay cosas que no se pueden hacer con prisa, y contemplar un atardecer es sin duda una de ellas.
Había un paisaje en particular, que mientras más pleno estaba su padre, más recurrente se volvía. Éste divertía tanto al niño, que podía verlo por horas pues lo vivía como si se sumergiera en la pintura. Tenía un perro. Su padre nunca lo dejó tener uno, e incluso muchos años después de que él muriera, el perro pintado seguiría siendo su único amigo canino. No, nunca fue su mascota, pues ambos se pertenecían. Quien haya escuchado la historia de sus propios labios es testigo de que fue su mejor amigo. Pasaban las tardes completas corriendo y jugando en el río. Persiguiendo mariposas amarillas que terminaban perdiéndose en los últimos rayos cálidos del sol.
Pero las historias no son eternas más que en los recuerdos de quién las vive y cuenta. Ésta, al igual que muchas otras, tuvo su desenlace. Un día la camisa del padre se rompió sin explicación alguna. El niño ya de grande entendió que probablemente sus hilos se desgastaron por el uso y por tantas aventuras en ella soñadas. Las tardes con el perro, los atardeceres contemplados, y los ataques a barcos de piratas malévolos, entre muchos otros enredos, tuvieron su peso. Tanto arte resultó perdido, incluso dicen que Judas lloró al saber que nadie nunca más lo vería tan guapo, y el mejor amigo esfumado para siempre.
Entonces Dalí decidió que la única alternativa, en su afán por recuperarlo, era recrear los paisajes, siempre sus favoritos, de la mejor forma posible. Pero a veces la memoria falla, nos engaña con sus formas de rememorar los momentos más felices, y distorsiona nuestros recuerdos haciendo que en ocasiones la camisa del padre pareciera más una fantasía. Después de todo a veces también, si uno tiene suerte, la realidad lo es.

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